Las cosas han cambiado muchísimo desde que yo era pequeña, en los ochenta, hasta ahora. No entiendo muchos de los juegos con los que pasan las horas los niños, casi todas las cosas de las que hablan me parecen marcianas… Los juegos de cartas, los muñequitos que compran en los chinos, los videojuegos, y más marciano aún: las horas que pasan viendo vídeos en los que alguien comenta una partida de otro.

Tente, Lego, ¡Minecraft!

Os prometo que pongo todo de mi parte cuando me cuentan dónde han escondido la llave de alguna de sus ciudades en Minecraft (si no llega a ser por este artículo yo seguiría sin saber que es como un Lego digital, así de fuerísima estoy), que intento entender cómo va el Among us, o con quién hay que acabar en el Clash Royale. Me dura la atención poquísimo rato…

Sin embargo, esa brecha generacional y tecnológica desaparece entre nosotros cuando hacemos otras cosas como ir a montar en bicicleta, cocinar un pollo al curry…, o ir al cine.

El cine, ese reducto de entendimiento

Hay montones de estudios (muchos muy buenos y bien fundamentados) que cuentan las bondades del cine en el desarrollo de la creatividad, de la empatía, en la resolución de conflictos… Pero, chapas aparte, para mí el cine es ese sitio en el que me meto con los niños y me hincho con ellos a palomitas. A su lado, a la misma hora, a reirme de los mismos chistes, y a fliparme con las mismas historias. Bienvenidas sean todas las bondades extra, pero ese rato que nos da para hablar, para comentarlo después, y para acordarnos una buena temporada de si nos gustó, o fue un truño, no tiene precio. Ese rato de relación humana en el que hablamos el mismo idioma, no tiene precio.

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